¿Por
qué se debe evaluar?
Aclaraciones
previas en torno a la evaluación
Habitualmente, cuando se habla de evaluación se piensa, de forma
prioritaria e incluso exclusiva, en los resultados obtenidos por los
alumnos. Hoy en día, éste sigue siendo
el principal punto de mira de cualquier aproximación al hecho evaluador. El profesorado, las administraciones, los
padres y los propios alumnos se refieren a la evaluación como el instrumento o
proceso para valorar el grado de consecución de cada chico y chica en relación
con unos objetivos provistos en los diversos niveles escolares. Básicamente, la evaluación se considera como
un instrumento sancionador y calificador, en el cual el sujeto de la evaluación
es el alumno y sólo el alumno, y el objeto de la evaluación son los aprendizajes
realizados según unos objetivos mínimos para todos.
Así mismo, ya hace mucho tiempo que, desde la literatura pedagógica,
las declaraciones de principios de las reformas educativas emprendidas en
diferentes países y desde los colectivos de enseñantes más inquietos, se
proponen formas de entender la evaluación que no se limitan a la valoración de
los resultados obtenidos por los alumnos.
El proceso seguido por los chicos y chicas, el progreso personal, el
proceso colectivo de enseñanza/aprendizaje, etc., aparecen como elementos o
dimensiones de la evaluación. De este
modo, es posible encontrar definiciones de evaluación bastante diferentes y, en
muchos casos, bastante ambiguas, cuyos sujetos y objetos de estudio aparecen de
manera confusa e indeterminada. En
algunos casos el sujeto de la evaluación es el alumno, en otros lo es el
grupo-clase, o incluso el profesor o profesora o el equipo docente. En cuanto al objeto de la evaluación, a veces
es el proceso de aprendizaje seguido por el alumno o los resultados obtenidos,
mientras que otras veces se desplaza a la propia intervención del profesorado.
Para dilucidar el alcance de las diferentes definiciones puede ser
útil hacer un cuadro de doble entrada que contenga, por un lado y por separado,
el proceso de enseñanza/aprendizaje individual que sigue cada alumno y, por el
otro lado y para cada uno de ellos, los posibles objetos y sujetos de la
evaluación.
En el Cuadro 1 podemos ver que toda intervención educativa en el aula
se articula en torno a unos procesos de enseñanza/aprendizaje que pueden analizarse
desde diferentes puntos de vista.
Fijémonos, en primer lugar, en el proceso que sigue cada alumno. En este caso se puede distinguir la manera en
que el chico o chica está aprendiendo de lo que hace el profesor/a para que
aprenda, es decir, el proceso de enseñanza.
A pesar de que enseñanza y aprendizaje se encuentran estrechamente
ligados y forman parte de una misma unidad dentro del aula, podemos distinguir
claramente dos procesos evaluables: cómo aprende el alumno y cómo enseña el
profesor o la profesora. Por lo tanto,
tenemos dos sujetos de la evaluación, lo que podríamos denominar una doble
dimensión, aplicable también al proceso que sigue todo el grupo-clase.
Cuadro
1
PROCESO
INDIVIDUAL
|
Sujeto
|
Alumno/a
|
Profesor/a
|
ENSEÑANZA/APRENDIZAJE
|
Objeto
|
Proceso
aprendizaje
|
Proceso
enseñanza
|
PROCESO
GRUPAL
|
Sujeto
|
Grupo-clase
|
Equipo
docente
|
ENSEÑANZA/APRENDIZAJE
|
Objeto
|
Proceso
aprendizaje
|
Proceso
enseñanza
|
No obstante, las definiciones más habituales de la evaluación remiten
a un todo indiferenciado que incluye procesos individuales y grupales, el
alumno o la alumna y el profesorado.
Este punto de vista es plenamente justificable, ya que los procesos que
tienen lugar en el aula son procesos globales en que es difícil, y seguramente
innecesario, separar claramente los diferentes elementos que los componen. Pero, dado que nuestra tradición evaluadora
se ha centrado exclusivamente en los resultados obtenidos por los alumnos, es
conveniente darse cuenta de que al hablar de evaluación en el aula se puede
aludir particularmente a alguno de los componentes del proceso de
enseñanza/aprendizaje, como a todo el proceso en su globalidad.
Tal vez la pregunta que nos permita dilucidar en cada momento cual
debe ser el objeto y sujeto de la evaluación sea aquella que corresponada a los
mismos fines de la enseñanza: ¿por qué tenemos que evaluar? Seguramente, a partir de la respuesta a dicha
pregunta surgirán otras, como por ejemplo, qué se tiene que evaluar, a quién
hay que evaluar, cómo se debe evaluar, cómo tenemos que comunicar el
conocimiento obtenido mediante la evaluación, etc.
En este capítulo nos formularemos estas cuestiones e intentaremos
encontrar respuestas. Puesto que se
trata de un tema polémico que puede enfocarse desde diferentes perspectivas, no
pretendemos aportar soluciones definitivas sino coherentes con los marcos de
referencia que hemos ido adoptando.
¿A
quién y qué se debe evaluar?
Los
sujetos y los objetos de la evaluación
Al igual que en otras variables de la enseñanza, y como ya hemos
manifestado reiteradamente en otros apartados de este libro, muchos de los
problemas de comprensión de cuanto sucede en las escuelas no se deben tanto a
las dificultades reales como a los hábitos y costumbres acumulados de una
tradición escolar cuya función básica ha sido selectiva y propedéutica. En una concepción de la enseñanza centrada en
la selección de los alumnos más preparados para continuar la escolarización
hacia los estudios universitarios, es lógico que el sujeto de evaluación sea el
alumno, y que se consideren objeto de la evaluación los aprendizajes alcanzados
respecto a las necesidades que se han establecido como futuras -las
universitarias. De esta forma se
prioriza una clara función sancionadora: calificar y sancionar desde pequeños a
aquéllos que pueden triunfar en esta carrera hacia la universidad.
Ahora bien, podemos entender que la función social de la enseñanza no
sólo consiste en fomentar y seleccionar a los que “valen más” para la
universidad, sino que abarca otras dimensiones de la personalidad. Cuando la formación integral es la finalidad
principal de la enseñanza y, por consiguiente, su objetivo es el desarrollo de
todas las capacidades de la persona y no sólo las cognitivas, muchos de los
supuestos de la evaluación cambian. En
primer lugar, y esto es muy importante, los contenidos de aprendizaje a valorar
no serán únicamente los contenidos asociados a las necesidades del camino hacia
la universidad, sino que también habrá que tener en consideración los
contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales que promuevan las
capacidades motrices, de equilibrio y de autonomía personal, de relación
interpersonal y de inserción social. Una
opción de esta naturaleza implica un cambio radical en la manera de concebir el
hecho evaluador, puesto que el punto de vista ya no es el selectivo, ya no
consiste en ir separando a los que no pueden superar los distintos listones,
sino en ofrecer a cada uno de los chicos y chicas la oportunidad de desarrollar
en el mayor grado posible todas sus capacidades. El objetivo de la enseñanza no centra su
actuación en unos parámetros finalistas para todos, sino en las posibilidades
personales de cada uno de los alumnos.
El problema no radica en cómo conseguir que el máximo de chicos y
chicas logren el acceso a la universidad, sino en cómo conseguir desarrollar al
máximo todas sus capacidades, y entre ellas, evidentemente, las necesarias para
llegar a ser buenos profesionales. Todo
esto comporta cambios substanciales en los contenidos de la evaluación y en el
carácter y la forma de las informaciones que deben proporcionarse acerca del
conocimiento que se tiene de los aprendizajes realizados en relación con las
capacidades previstas. Por el momento,
digamos únicamente que se trata de infomaciones complejas que no concuerden con
un tratamiento estrictamente cuantitativo; hacen referencia a valoraciones e
indicaciones personalizadas que raramente pueden traducirse en las notas y
calificaciones clásicas.
Evaluación
formativa: inicial, reguladora, final e integradora
La toma de posición respecto a las finalidades de la enseñanza en
torno a un modelo centrado en la formación integral de la persona comporta cambios
fundamentales, especialmente en los contenidos y el sentido de la
evaluación. Además, cuando en el
análisis del hecho evaluador introducimos la concepción constructivista de la
enseñanza y el aprendizaje como referente psicopedagógico, el objeto de la
evaluación deja de centrarse exclusivamente en los resultados obtenidos y se
sitúa prioritariamente en el proceso de enseñanza/aprendizaje, tanto del
grupo-clase como de cada uno de los alumnos.
Por otro lado, el sujeto de la evaluación no sólo se centra en el
alumno, sino también en el equipo docente que interviene en el proceso.
Como hemos podido observar, procedemos de una tradición educativa
prioritariemente uniformadora, que parte del principio de que las diferencias
entre los alumnos de las mismas edades no son motivo suficiente para cambiar
las formas de enseñanza, sino que constituyen una evidencia que certifica la
función selectiva del sistema y, por lo tanto, su capacidad para escoger a los
mejores. La uniformidad es un valor de
calidad del sistema, ya que es lo que permite reconocer y validar a los que
sirven. Es decir, son buenos alumnos
aquéllos que se adaptan a una enseñanza igual para todos; no es la enseñanza la
que debe adaptarse a las diferencias de los alumnos.
El conocimiento que tenemos sobre cómo se producen los aprendizajes
pone de manifiesto la extraordinaria singularidad de dichos procesos, de tal
manera que cada vez es más difícil establecer consignas universales más allá de
la constatación de estas diferencias y singularidades. El hecho de que las experiencias vividas
constituyan el valor básico de cualquier aprendizaje obliga a tener en cuenta
la diversidad de los procesos de aprendizaje y, por consiguiente, la necesidad
de que los procesos de enseñanza, y especialmente los evaluadores, no sólo los
contemplen, sino que los tomen como eje vertebrador (Cuadro 2).
Cuadro
2
Función
social y aprendizaje
|
Objeto
|
Sujeto
|
Referente
|
Valoración
|
Informe
|
Selectiva
y propedéutica
|
Resultados
|
Alumnado
|
Disciplinas
|
Sanción
|
Cuantitativo
|
Uniformador
y transmisivo
|
|
|
|
|
|
Formación
integral
|
Proceso
|
Alumnado/
|
Capacidades
|
Ayuda
|
Descriptivo/
|
At.
Diversidad y constuctivo
|
|
profesorado
|
|
|
interpretativo
|
Bajo una perspectiva uniformadora y selectiva, lo que interesa son
unos resultados conforme a unos niveles predeterminados. Cuando el punto de partida es la singularidad
de cada alumno, es imposible establecer niveles universales. Aceptamos que cada alumno llega a la escuela
con un bagaje determinado y diferente en relación con las experiencias vividas,
según el ambiente sociocultural y familiar en que vive, y condicionado por sus
características personales. Esta diversidad
obvia comporta la relativización de dos de las invariables de las propuestas
uniformadoras -los objetivos y los contenidos, y la forma de enseñar- y la
exigencia de de ser gestionadas en función de la diversidad del alumnado. Por lo tanto, la primera necesidad del
enseñante es poder responder a las preguntas: ¿Qué saben los alumnos en
relación a lo que les quiero enseñar? ¿Qué experiencias han tenido? ¿Qué son
capaces de aprender? ¿Cuáles son sus intereses? ¿Cuáles son sus estilos de
aprendizaje? En este marco la evaluación
ya no puede ser estática, de análisis de resultados, sino que se convierte en
un proceso. Y una de las primeras fases
del proceso consiste en conocer lo que cada uno de los alumnos sabe, sabe hacer
y es, y qué puede llegar a saber, saber hacer o ser, y cómo aprenderlo.
La evaluación es un proceso en el que su primera fase se denomina evaluación inicial.
El conocimiento de lo que cada alumno sabe, sabe hacer y cómo es, es
el punto de partida que debe permitirnos, en relación con los objetivos y
contenidos de aprendizaje previstos, establecer el tipo de actividades y tareas
que tienen que facilitar el aprendizaje de cada chico y chica. Así pues,nos proporciona pautas para definir
una propuesta hipotética de intervención, la organización de una serie de
actividades de aprendizaje que, dada nuestra experiencia y nuestro conocimiento
personales, suponemos que posibilitará el progreso de los alumnos. Pero no es más que una hipótesis de trabajo,
ya que difícilmente la respuesta a nuestras propuestas será siempre la misma,
ni la que nosotros esperamos.
La complejidad del hecho educativo impide dar como respuestas
definitivas soluciones que hayan tenido buen resultado anteriormente. No sólo
son diferentes en cada ocasión los alumnos, sino que las experiencias educativas
también son diferentes e irrepetibles.
Esto implica que en el proceso de aplicación en el aula del plan de
intervención previsto, habrá que ir adecuando a las necesidades de cada alumno
las diferentes variables educativas: las tareas y las actividades su contenido,
las formas de agrupamiento, los tiempos, etc.
Según como se desarrolle el plan previsto y la respuesta de los chicos
y chicas a nuestras propuestas, habrá que ir introduciendo actividades nuevas
que comporten retos más adecuados y ayudas más contingentes. El conocimiento de cómo aprende cada alumno a
lo largo del proceso de enseñanza/aprendizaje para adaptarse a las nuevas
necesidades que se plantean es lo que podemos denominar evaluación reguladora.
Algunos educadores, y el mismo vocabulario de la Reforma , utilizan el
término de evaluación Formativa.
Personalmente, para designar este proceso prefiero usar el término evaluación reguladora, ya que explica
mejor las características de adaptación y adecuación. Al mismo tiempo, esta opción permite reservar
el término formativo para una determinada concepción de la evaluación en
general, entendida como aquella que tiene como propósito la modificación y la
mejora continuada del alumno al que se evalúa, es decir, que entiende que la
finalidad de la evaluación es ser un instrumento educativo que informa y hace
una valoración del proceso de aprendizaje que sigue el alumno, con el objetivo
de ofrecerle, en todo momento, las propuestas educativas más adecuadas.
El conjunto de actividades de enseñanza/aprendizaje realizadas ha
permitido que cada alumno consiguiera los objetivos previstos en un grado
determinado. A fin de validar las
actividades realizadas, conocer la situación de cada alumno y poder tomar las medidas
educativas pertinentes, habrá que sistematizar el conocimiento del progreso
seguido. Esto requiere, por un lado,
constatar los resultados obtenidos -es decir, las competencias conseguidas en
relación con los objetivos previstos y, por el otro, analizar el proceso y la
progresión que ha seguido cada alumno a fin de continuar su formación prestando
atención a sus características especificas.
A menudo el conocimiento de los resultados obtenidos se designa con el
término evaluación final o evaluación sumativa.
Personalmente, creo que la utilización conjunta de los dos términos es
ambigua y no ayuda a identificar o diferenciar estas dos necesidades: el
conocimiento del resultado obtenido y el análisis del proceso que ha seguido el
alumno. Prefiero utilizar el término evaluación final para hacer
referencia a los resultados obtenidos y los conocimientos adquiridos, y
reservar el término evaluación sumativa o
integradora para el conocimiento y la valoración de todo el recorrido que
ha seguido el alumno. Así esta
evaluación sumativa o integradora se entiende como un informe global del
proceso que, a partir del conocimiento inicial (evaluación inicial), manifiesta
la trayectoria que ha seguido el alumno, las medidas específicas que se han
aprendido, el resultado final de todo el proceso y, especialmente, a partir de
este conocimiento, las previsiones sobre lo que hay que seguir haciendo o lo
que hay que hacer de nuevo.
En el Cuadro 1, al principio de este apartado, hemos situado los
cuatro posibles objetos de la evaluación (proceso de aprendizaje individual,
aprendizaje del grupo, enseñanza individual y enseñanza del grupo) y los cuatro
sujetos de la evaluación (el alumno/a, el grupo-clase, el profesar/a y el
equipo docente). En la descripción que
hemos hecho de las diferentes fases evaluadoras (inicial, reguladora o
formativa, final e integradora), los diferentes objetos y sujetos se confunden,
ya que no queda muy claro, desde el principio, cuál es la intencionalidad
evaluadora.
¿Por qué evaluar?
La mejora de la práctica educativa es el objetivo básico de todo
enseñante. Y esta mejora se entiende
como medio para que todos los alumnos logren el mayor grado de competencias
según sus posibilidades reales.
La consecución de los objetivos
por parte de cada alumno es un hito que exige conocer los resultados y los
procesos de aprendizaje que los alumnos siguen.
Y para mejorar la calidad de la enseñanza hay que conocer y poder
valorar la intervención pedagógica del profesorado, de forma que la acción
evaluadora contemple simultáneamente los procesos individuales como
grupales. Nos referimos tanto a los
procesos de aprendizaje como a los de enseñanza, ya que desde una perspectiva
profesional el conocimiento de cómo aprenden los chicos y chicas es, en primer
lugar, un medio para ayudarlos en su crecimiento y, en segundo lugar, es el
instrumento que, tiene que permitimos mejorar nuestra actuación en el aula.
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ESQUEMA
DE EVALUACIÓN FORMATIVA
|
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Evaluación
inicial, planificación, regulación del plan (evaluación reguladora),
evaluación final, evaluación integradora
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Desde
una opción que contempla como finalidad fundamental de la enseñanza la
formación integral de la persona, y según una concepción constructivista, la
evaluación siempre tiene que ser formativa, de manera que el proceso
evaluador, independientemente de su objeto de estudio, tiene que contemplar
las diferentes fases de una intervención que deberá ser estratégica, es
decir, que permita conocer cuál es la situación de partida en función de unos
objetivos generales bien definidos (evaluación inicial); una planificación de
la intervención fundamental a la vez flexible, entendida como una hipótesis
de intervención; una actuación en el aula, en el cual las actividades y
tareas y los propios contenidos de trabajo se adecuarán constantemente
(evaluación reguladora) a las necesidades que se vayan presentando, para
llegar a unos resultados determinados (evaluación final) y a una comprensión
y valoración sobre el proceso seguido que permita establecer nuevas
propuestas de intervención (evaluación integradora).
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Contenidos
de la evaluación.
Evaluación
de los contenidos según su tipología
Como ya hemos comentado, las capacidades definidas en los objetivos
educativos son el referente básico de todo proceso de enseñanza y, por tanto,
de la evaluación. Pero también hay que
tener presente que los contenidos de aprendizaje, sobre todo en el mismo
proceso de enseñanza/aprendizaje, y concretamente en cada una de las
actividades o tareas que la configuran, son el referente funcional para valorar
y seguir los avances de los chicos y chicas.
¿Cómo podemos saber qué saben, dominan o son los alumnos? O en otras
palabras, ¿cómo podemos saber el grado y tipo de aprendizaje que tienen los
alumnos respecto a los contenidos conceptuales, procedimentales y
actitudinales? Podemos hacemos esta
pregunta en cualquiera de las distintas fases del proceso evaluador.
Una escuela centrada prácticamente de forma exclusiva en los
contenidos conceptuales, especialmente los factuales, de conocimiento
enciclopédico, limita los instrumentos evaluativos habitualmente utilizados a
las pruebas de papel y lápiz. Esta forma
de conocer los resultados obtenidos puede ser bastante adecuada en el caso de
los contenidos factuales, pero no lo es tanto cuando se trata de contenidos
conceptuales o procedimentales, y podemos afirmar que no lo es en absoluto
cuando los contenidos a evaluar son de carácter actitudinal.
Evaluación
de los contenidos factuales
Cuando consideramos que un alumno tiene que conocer un hecho, el
nombre de la capital de Italia, la descripción de un suceso o la relación de
las obras más importantes de Emilia Pardo Bazan, lo que pretendemos es que sepa
decirnos con la máxima fidelidad el nombre de la capital, el suceso o los
títulos de las obras. Es evidente que se
quiere que este conocimiento sea significativo, que no sea una simple
verbalización mecánica y, por tanto, que la enumeración de los hechos no
implique un desconocimiento de los conceptos asociados a cada uno de
ellos. Queremos que Roma sea mucho más
que un nombre, que el alumno entienda qué quiere decir ser capital de un país.
y en concreto de Italia, y que tenga una representación geográfica donde
poderla situar; que el suceso histórico memorizado sea algo más que una serie
de datos inconexos; que juntamente con la relación de obras de Pardo Bazan
tenga lugar una interpretación de lo que representan. Un aprendizaje significativo de hechos
comporta siempre la asociación de los hechos a los conceptos que permiten
convertir este conocimiento en instrumento para la comprensión e interpretación
de las situaciones o fenómenos que explican.
Una vez aceptada y entendida la necesidad de que el aprendizaje de
hechos implique el conocimiento y la comprensión de los conceptos (conceptos de
capitalidad. país, procesos históricos, características literarias...) de los
cuales cada uno de los hechos es un elemento singular, querremos que estos
hechos sean recordados y puedan ser utilizados cuando convenga con
fluidez. Así pues, si aceptamos esta
relación necesaria entre los hechos y los conceptos, nos daremos cuenta de que
es necesario que las actividades para conocer el dominio de estos contenidos factuales
contemplen la utilización conjunta de hechos y conceptos. Ahora bien, en la escuela, en muchas
ocasiones tenemos la necesidad de saber si los chicos y chicas son capaces de
recordar unos datos, los nombres de unos personajes, los títulos de unas obras,
etc., independientemente de los conceptos asociados, porque ya sabemos que los
han entendido. Sabemos muy bien que los
alumnos entienden qué es un cuadro, una iglesia o cualquier otra obra románica,
que comprenden qué es una conquista, una colonización, una guerra, etc., o que
entienden las características generales y particulares de un autor y la
corriente artística a la que pertenece.
Lo que nos interesa saber en este momento es si son capaces de recordar
los nombres, los datos, los títulos, las fechas, etc. Cuando esta es nuestra necesidad, la
actividad más apropiada para valorar lo que saben será la simple pregunta. La rapidez
en la respuesta y su certeza nos permiten conocer suficientemente el grado de
competencia del alumno y, lo que es más importante, identificar el tipo de
ayuda o medida que habrá que proponer para contribuir al progreso del alumno.
Si el número de alumnos o la dinámica y el ritmo del grupo-clase nos
permite hacer las preguntas de uno en uno, una prueba escrita sencilla que proponga dar respuesta a una serie de preguntas
puede ser notablemente eficaz para establecer con gran certeza el grado de
conocimiento de los contenidos factuales.
A fin de que este conocimiento sea lo menos rutinario posible, es
conveniente que las preguntas obliguen a alterar las secuencias en que se han
enunciado en la clase, en los apuntes o en las fuentes de información
utilizadas. Las pruebas denominadas
objetivas pueden ser bastante útiles para la valoración del dominio o
conocimiento de los hechos, pero si las pruebas no son exhaustivas no nos
permitirán saber qué tipo de ayuda necesita cada alumno. Si su uso no tiene una función formativa o
reguladora, sino que pretende sancionar unos resultados, la falta de
exhaustividad deja en manos de la suerte, algo evidentemente injusto, unas decisiones
que pueden ser muy trascendentes en algunas etapas de la enseñanza.
Evaluación
de contenidos conceptuales
Si una pruebe escrita relativamente sencilla es bastante eficaz para
determinar el conocimiento que se tiene de un hecho, su fiabilidad es mucho más
precaria cuando lo que tenemos que determinar y valorar es el proceso y el
grado de aprendizaje de los contenidos conceptuales. A pesar de que el aprendizaje nunca es una
cuestión de o todo o nada, en el caso de los contenidos factuales la distinción
entre “lo sabe” y “no lo sabe” a veces puede ser muy representativa de lo que
sucede: recuerda o no el nombre de la capital de Italia, sabe o no cuándo tuvo
lugar la
Revolución Francesa ; pueden ser respuestas de o todo o
nada. De todos modos, incluso en los
contenidos factuales, no siempre es así, ya que se puede saber más o menos qué
sucedió el Dos de Mayo, se puede conocer un mayor o menor número de obras de
arte, o se puede estar más o menos seguro, etc.
Cuando los contenidos de aprendizaje son conceptuales, el grado de
comprensión de los conceptos en muchos casos es ilimitado. Siempre se puede tener un conocimiento más
profundo y elaborado de los conceptos de capitalidad, revolución, densidad o
neoclasicismo. Difícilmente podemos
decir que el aprendizaje de un concepto está acabado, en todo caso lo que
haremos es dar por bueno cierto grado de conceptualización. Y aquí es donde empezamos a ver la dificultad
que representa valorar el aprendizaje de conceptos. Tendremos que hablar de grados o niveles de
profundización y comprensión, algo que comporta la necesidad de plantear
actividades en las que los alumnos puedan demostrar qué han entendido, así como
su capacidad para utilizar convenientemente los conceptos aprendidos.
La tendencia a utilizar formas de evaluación que son bastante válidas
para los contenidos factuales ha dado lugar a que se hayan utilizado de la
misma manera para los conceptos. Así, es
habitual, aunque cada vez menos, el planteamiento de pruebas orales o escritas
en las que hay que responder unas preguntas que piden que se defina un
concepto, de manera que la respuesta más adecuada es la que coincide
exactamente con la definición de los apuntes de clase o del libro de
texto. El alumno expresa esta respuesta
como si estuviera enumerando las obras más importantes de cualquier pintor o
los personajes principales de cualquier movimiento literario, como si
describiera un hecho de forma mecánica.
Muchos de nosotros hemos aprendido mediante este sistema y, por lo
tanto, somos capaces de repetir perfectamente la definición del principio de
Arquímides, el enunciado de la ley de Gay Lussac o la definición de isla, sin
relacionar lo que decimos con ninguna interpretación de lo que sucede cuando
estamos inmersos en un líquido, ni de qué relaciones existen entre la
temperatura que hace y lo que sentimos sobre la presión atmosférica, para no
decir entre el concepto real que tenemos de isla y lo que pronunciamos cuando
la definimos.
Las actividades para conocer cuál es la comprensión de un concepto
determinado no pueden basarse en la repetición de unas definiciones. Su enunciación únicamente nos dice que quien
las hace es capaz de recordar con precisión la definición, pero no nos permite
averiguar si ha sido capaz de integrar este conocimiento en sus estructuras
interpretativas. Además, aunque se
pidiera que el alumno fuera capaz de definir autánomamente, sin repetir una
definición normalizada, deberíamos saber que éste es uno de los grados más
difíciles de conceptualización. Incluso
en un registro culto, todos nosotros somos capaces de utilizar términos de gran
complejidad conceptual correctamente y en toda su amplitud; pero si los
tuviéramos que definir nos encontraríamos ante una situación bastante
complicada. Somos capaces de utilizar los
conceptos “redondo” y “circular” con todo rigor y escogemos uno u otro término
según su significado en el contexto de la frase. Así pues, podemos decir que dominarnos ambos
conceptos, pero imaginad qué complicado sería definirlos sin hacer ningún gesto
con las manos para ayudarnos en la explicación.
En la vida cotidiana, incluso en los discursos más rigurosos, los
conceptos utilizados no se definen constantemente. Generalmente, en lugar de hacer una
definición intentamos poner ejemplos que ayuden a comprender lo que quieren
decir. La tendencia a utilizar la
definición de los conceptos es el resultado de una comprensión del aprendizaje
muy simplista que, en cierto modo, asume que no hay ninguna diferencia entre expresión
verbal y comprensión.
¿Cuáles son las actividades más adecuadas para conocer el grado de
comprensión de los contenidos conceptuales?
Desgraciadamente, no pueden ser sencillas. Las actividades que pueden garantizarnos un
mejor conocimiento de lo que cada alumno comprende implican la observación del uso de cada uno de los
conceptos en diversas situaciones y en los casos en que el chico o la chica
los utilizan en sus explicaciones espontáneas.
Así pues, la observación del uso de los conceptos en trabajos de
equipo, debates, exposiciones y sobre todo diálogos, será la mejor fuente de
información del verdadero dominio del término y el medio más adecuado para
poder ofrecer la ayuda que cada alumno requiere. Ahora bien, dado que el número de alumnos o el
tiempo de que disponemos pueden impedir que realicemos siempre actividades que
faciliten la observación de los alumnos en situaciones naturales y pueden
obligarnos a utilizar la prueba escrita, es bueno saber qué limitaciones tiene
y elaborarla intentando superar estas deficiencias. Si lo que querernos del aprendizaje de
conceptos es que los alumnos sean capaces de utilizarlos en cualquier momento o
situación que lo requiera, tendremos que proponer ejercicios que no consistan
tanto en una explicación de lo que entendemos sobre los conceptos, como en la resolución
de conflictos o problemas a partir del uso de los conceptos. Ejercicios que les obliguen a usar el
concepto. Pero en el caso de que nos
interese que el alumno sepa explicar lo que entiende acerca, por ejemplo, del
principio de Arquímedes, el proceso de mitosis de la célula, la ley de Ohm o
las razones de los movimientos migratorios, algunos maestros adoptan una opción
muy sencilla que consiste en pedir que en una cara de la hoja expliquen, con
sus propias palabras, sin recorrer a las que se han utilizado en clase y con
ejemplos personales, lo que entienden o han entendido sobre el lema: y en la
otra, que hagan lo mismo utilizando, esta vez sí, los términos
científicos. De esta forma podremos determinar
con más garantías el nivel de comprensión y las necesidades de aprendizaje
respecto a cada concepto, al mismo tiempo que sabremos si los alumnos son
capaces de utilizar correctamente los términos científicos.
Si las denominadas pruebas objetivas están bien hechas nos permitirán
saber si los alumnos son capaces de relacionar y utilizar los conceptos en unas
situaciones muy determinadas, pero no nos aportarán datos suficientes sobre el
grado de aprendizaje y las dificultades de comprensión que cada alumno tiene,
lo cual nos impedirá disponer de pistas sobre el tipo de ayuda que habrá que
proporcionar.
En el caso de disciplinas como las matemáticas, la física, la química
y otras con muchos contenidos que giran en torno a la resolución de problemas,
estas pruebas son la forma más apropiada para dar respuesta a la necesidad de
conocer el aprendizaje de los conceptos.
Pero es indispensable que los problemas que se proponen no estén
estandarizados y no traten únicamente del último tema que han trabajado. Evidentemente, los chicos y chicas tienden a
hacer lo más fácil, y en el caso de los problemas esto significa disponer de
pequeñas estrategias que les permitan relacionar un problema con una fórmula de
resolución estereotipado. De este modo,
lo que realmente aprenden muchos alumnos es a encontrar la forma de solucionar
el problema antes de intentar comprender qué les plantea. En las pruebas
escritas es conveniente proponer problemas y ejercicios que no correspondan al
tema que se está trabajando. Hay que
incluir problemas de temas anteriores y otros que aún no se hayan
trabajado. Además, hay que proporcionar
más información de la que es necesaria para resolver el problema; en primer
lugar, porque si no el alumno identificará las variables que hay y buscará cuál
es la fórmula que las relaciona sin hacer el esfuerzo de comprensión necesario
y, en segundo lugar, porque en las situaciones reales los problemas nunca
aparecen identificados según los parámetros disciplinares y donde nunca las
variables necesarias para solucionarlos están diferenciadas de las que las
acompañan. Por ejemplo, cuando en la
escuela se plantean problemas sobre circuitos eléctricos y el tema que se ha
tratado es la ley de Ohm (V=IR), generalmente se proponen ejercicios de
aplicación de la fórmula, es decir, se da el voltaje (V) y la intensidad (Y) y
se pide el valor de la resistencia (R).
En otros ejercicios se modifica la demanda, pero siempre está
relacionada con la aplicación de la fórmula.
Una situación real nunca será como un problema de la ley de Ohm, sino
que nos encontraremos ante un circuito eléctrico en el que intervienen muchas
variables y lo que tendremos que hacer en primer lugar será comprender en qué
consiste el problema, qué variables debemos tener en cuenta y cuáles tenemos
que desestimar.
Evaluación
de contenidos procedimentales
Los contenidos conceptuales, tanto los hechos como los conceptos, se
sitúan fundamentalmente dentro de las capacidades cognitivas. Tenemos que averiguar qué saben los alumnos
sobre dichos contenidos. Por lo tanto,
las actividades para poder conocer este saber, aunque con dificultades como
hemos visto, pueden ser de papel y lápiz ya que, con mayor o menor dificultad y
según la edad, es posible expresar por escrito el conocimiento que se
tiene. Los contenidos procedimentales
implican saber hacer, y el conocimiento acerca del dominio de este saber hacer
sólo se puede averiguar en situaciones de aplicación de dichos contenidos. Para aprender un contenido procedimental es
necesario tener una comprensión de lo que representa como proceso, para qué
sirve, cuáles son los pasos o fases que lo configuran, etc. Pero lo que define su aprendizaje no es el
conocimiento que se tiene de él, sino el dominio al trasladarlo a la
práctica. El conocimiento reflexivo del
uso de la lengua es imprescindible para adquirir competencias lingüísticas; el
conocimiento de las fases de una investigación es necesario para poder llevar a
cabo una investigación; la comprensión de los pasos de un algoritmo matemático
debe permitir un uso correcto; pero en todos estos casos lo que se pide es su
capacidad de uso, la competencia en la acción, el saber hacer. Las actividades adecuadas para conocer el
grado de dominio, las dificultades y trabas en su aprendizaje sólo pueden ser
las que propongan situaciones en que se
utilicen dichos contenidos procedimentales.
Actividades y situaciones que nos permitan llevar a cabo la obvervación sistemática de cada uno
de los alumnos. Conocer hasta qué punto
saben dialogar, debatir, trabajar en equipo, hacer una exploración
bibliográfica, utilizar un instrumento, orientarse en el espacio, etc.,
únicamente es posible mientras los alumnos realicen actividades que impliquen
dialogar, debatir, hacer una investigación, etc.
Las habituales pruebas de papel y lápiz, en el caso de los contenidos
procedimentales, sólo tienen sentido cuando se trata de procedimientos que se
realizan utilizando el papel, como por ejemplo la escritura, el dibujo, la
representación gráfica del espacio, los algoritmos matemáticos; o cuando son
algunos contenidos de carácter más cognitivo que pueden expresarse por escrito,
como la transferencia, la clasificación, la deducción y la inferencia. Pero en los otros casos, que son la mayoría,
sólo es posible valorar el nivel de competencia de los alumnos si los situamos
ante actividades que les obliguen a desarrollar el contenido procedimental y
que sean fácilmente observables. Deben
ser actividades abiertas, hechas en clase, que permitan un trabajo de atención
por parte del profesorado y la observación sistemática de cómo traslado a la
práctica el contenido cada uno de los alumnos.
Evaluación
de contenidos actitudinales
La naturaleza de los contenidos actitudinales, sus componentes
cognitivos, conductuales y efectivos, hacen que resulte considerablemente
complejo determinar el grado de aprendizaje de cada alumno. Si en el caso de la valoración de los
aprendizajes conceptuales y procedimentales la subjetividad hace que no sea
nada fácil encontrar a dos profesores que hagan la misma interpretación del
nivel y las características de la competencia de cada alumno, en el ámbito de
los contenidos actitudinales surge una notable inseguridad en la valoración de
los procesos de aprendizaje que siguen los alumnos, ya que el pensamiento de
cada profesor está todavía más condicionado por posiciones ideológicas que en
los otros tipos de contenido. Al mismo
tiempo, nos encontramos ante una tradición escolar que ha tenido formalmente a
menospreciar estos contenidos, y que ha reducido la evaluación a una función
sancionadora expresada cuantitativamente, hecho que ha provocado el espejismo
de creer en la rigurosidad de, sus afirmaciones debido a que son
matematizables. Este necesidad de cuantificación, juntamente con la falta de
experiencias y trabajos en este campo, hace que en muchos casos se cuestione la
necesidad de evaluar los contenidos actitudinales por la imposibilidad de
establecer valoraciones tan “exactas” como en el caso de otros tipos de
contenido. ¿Cómo se puede valorar la solidaridad o la actitud no sexista? ¿A
quién le podemos poner buena “nota” en tolerancia? ¿De que objetividad
disponemos para graduar esta valoración?
Es evidente que sobre estas preguntas, planea la visión sancionadora y
calificadora de la evaluación, y que puede llevar a posiciones extremas que
cuestionen la posibilidad de trabajo sobre los contenidos actitudinales por la
falta de instrumentos que permitan valorar los aprendizajes de forma
“científica”. Es como si en el caso de
la medicina, por ejemplo, no se tuvieran en cuenta, y por lo tanto no se
trataran, el dolor, el mareo o el estrés, deduciendo que no existen
instrumentos capaces de valorarlos de forma tan exacta como la fiebre, la
presión arterial o el número de hematíes presentes en la sangre.
El problema de la evaluación de los contenidos actitudinales no radica
en la dificultad de expresión del conocimiento que tienen los chicos y chicas,
sino en la dificultad de la adquisición de dicho conocimiento. Para poder saber qué piensan y qué valoran
realmente los alumnos y, sobre todo, cuáles son sus actitudes, es necesario que
en la clase y en la escuela surjan suficientes situaciones “conflictivas” que
permitan la observación del
comportamiento de cada uno de los chicos y chicas. En un modelo de intervención en el que no se
contemple la posibilidad del conflicto, en el que se eviten los problemas
interpersonales, en el que se limite la capacidad de actuación de los alumnos,
en el que no haya espacios para expresar autónomamente la opinión personal ni
se planteen actividades que obliguen e convivir en situaciones complejos,
difícilmente será posible observar los avances y las dificultades de progreso
de cada alumno en este terreno y valorar la necesidad de ofrecer ayudas
educativas.
La fuente de información para conocer los avances en los aprendizajes
de contenidos actitudinales, será la observación sistemática de opiniones y las
actuaciones en las actividades grupales, en los debates de las asambleas, en
las manifestaciones dentro y fuera del aula, en las salidas, colonias y
excursiones, en la distribución de las tareas y las responsabilidades, durante
el recreo, en las actividades deportivas, etc.
Compartir
objetivos, condición indispensable para una evaluación formativa
Por lo que hemos visto hasta ahora, el medio más adecuado para
informamos del proceso de aprendizaje y del grado de desarrollo y competencia
que alcanzan los chicos y chicas consiste en la observación sistemática de cada
uno de ellos y ellas en la realización de las diferentes actividades y
tareas. Asimismo, hemos podido constatar
que las pruebas escritas, como instrumentos de conocimiento, son notablemente
limitadas aunque resultan adecuadas cuando lo que se quiere conocer tiene un
carácter básicamente cognitivo y se tienen suficientes habilidades para saberlo
expresar por escrito: contenidos factuales, conceptuales, contenidos
procedinientales de papel y lápiz, algunas estrategias cognitivas,
argumentaciones de valores y opiniones sobre normas de comportamiento. En cuanto el resto de contenidos, y también a
los que acabamos de mencionar, la observación sistemática es el mejor
instrumento, cuando no el único, para la adquisición del conocimiento del
aprendizaje de los alumnos.
Pero para que esta observación sea posible se requieren situaciones
que puedan ser observadas y un clima de confianza que facilite la colaboración
entre el profesorado y el alumnado.
Debemos tener en cuenta que si el objetivo fundamental de la evaluación
es conocer para ayudar, la forma en
que tradicionalmente se han desarrollado las pruebas escritas, por el hecho de
tener carácter sancionador, ha establecido una dinámica que hace que el
objetivo básico del alumno no sea dar a conocer sus déficits para que el
profesor o la profesora le ayuden, sino al contrario, demostrar o aparentar que
sabe mucho más. Las pruebas están viciadas desde el principio, ya que se
establecen unas relaciones entre profesorado y alumnado que están teñidas de
hipocresía, cuando no de enemistad. La
filosofía de la prueba es la del engaño, la del cazador y el cazado y, por
consiguiente, no fomenta la complicidad necesaria entre maestro y alumno. Anterionnente hemos comparado la función
educativa con la médica, ahora esta comparación puede servimos de nuevo. Cuando acudimos al médico no intentamos
esconderle los síntomas ni el resultado del tratamiento, porque consideramos
que sus objetivos son los mismos que los nuestros, que lo que él quiere es
ayudemos. Desgraciadamente, ésta no es
la imagen que muchos de nuestros alumnos tienen de nosotros. El peso de una enseñanza orientada a la
selección ha dado lugar a una serie de hábitos, de maneras de hacer, que han
ido configurando la forma de actuar y pensar de una mayoría del profesorado y,
siguiendo esta trayectoria, el pensamiento de los padres y las modas e incluso
de los propios alumnos.
Difícilmente podemos concebir la evaluación como formativa si no nos
deshacemos de unas maneras de hacer que impiden cambiar las relaciones entre el
alumnado y el profesorado. Conseguir un
clima de respeto mutuo, de colaboración, de compromiso con un objetivo común,
es condición indispensable para que la actuación docente pueda adecuarse a las
necesidades de una formación que tenga en cuenta las posibilidades males de
cada chico y chica y el desarrollo de todas sus capacidades. La observación de la actuación de los alumnos
en situaciones lo menos artificiales posible, con una clima de cooperación y complicidad, es la mejor manera, para no decir la única, de que
disponemos para realizar una evaluación que pretenda ser formativa.
La
información del conocimiento de los procesos y los resultados del aprendizaje
A lo largo del proceso de enseñanza/aprendizaje hemos ido adquiriendo
un conocimiento de lo que sucede en el aula.
Si hemos prestado atención, habremos podido familiarizamos con los
procesos que se han seguido y los resultados que se han obtenido en relación
con los diferentes objetos y sujetos de la evaluación. Por un lado, disponemos de un cúmulo de datos
y, por el otro, de una serie de personas o instancias que necesitan o quieren
conocer dichos datos.
Cuando hablamos de la faceta informativa de la evaluación no podemos
evitar plantearnos la siguiente pregunta:
- ¿Sobre qué hay que informar? Sobre resultados, procesos, necesidades,
limitaciones...
Pero también tenemos que preguntarnos:
- ¿A quién debemos informar? Al grupo-clase, a los alumnos, a la familia,
al claustro o a la administración.
Y sobre todo:
- Para qué ha de servir esta información? Para ayudar, sancionar, seleccionar,
promover...
Y aún surge otra pregunta:
- Los informes tienen que ser iguales para todos? Es decir, ¿tenemos que informar sobre lo
mismo y de la misma manera independientemente de los destinatarios de esta
información y del uso que harán de ella?
Estas preguntas pueden parecer improcedentes si nos fijamos en una
tradición escolar que las ha obviado porque ha establecido un modelo sumamente
simple en el que sólo se informa de los resultados obtenidos, y se hace de la
misma forma tanto en clase, como para el alumno, los padres o la
administración, con una función fundamentalmente seleccionadora. A continuación
intentaremos revisar las variables que intervienen en este proceso informativo
y dar respuesta a estas preguntas.
¿Sobre
qué hay que informar?
En el momento de la evaluación final, especialmente cuando tiene
implicaciones en la promoción, es habitual que en muchos centros se produzcan
discusiones entre los componentes del equipo docente: ¿hay que aprobar a
aquellos alumnos que no han alcanzado los mínimos?; ¿qué hay que hacer con los
que han manifestado un grado de interés y un esfuerzo mínimos, a pesar de tener
un conocimiento bastante bueno de la materia?
Ambos casos se intentan resolver subiendo o bajando la nota respecto al
conocimiento adquirido, según el nivel de implicación del alumno. Pero muy a menudo está solución se critica a
causa de la subjetividad de la decisión y mediante argumentos que razonan la
necesidad de dar informaciones “rigurosas” y, por lo tanto, ajustadas al
conocimiento real alcanzado. En este
debate vuelve a aparecer, aunque no de manera explícita, la situación
contradictoria entre un pensamiento selectivo y propedéutico y otro que
contempla como finalidad la formación integral de la persona.
La costumbre de trabajar según un modelo selectivo ha dado lugar a una
fórmula sumamente sencilla a la vez que simple.
En el fondo, lo que hay que hacer es ir precisando cuanto antes la
capacidad de cada alumno para superar los diferentes listones que encontrará en
el recorrido hacia la universidad. Una
vez diagnosticadas las materias o disciplinas necesarias para realizar este
recorrido, hay que determinar si los alumnos son capaces de alcanzar los
mínimos para cada una de dichas asignaturas.
La información debe ir comunicando si el alumno avanza o no en este
recorrido, entendiendo por avanzar la superación de los límites
establecidos. La información se concreta
en si el chico o la chica supera o no supera, aprueba o no aprueba, es
suficiente o insuficiente, progreso adecuadamente o necesita mejorar. Si hay que concretar un poco más, en los
cursos superiores, estableceremos una gradación que en muchos casos se expresa
mediante eufemismos de las convencionales notas del 1 al 10. Debemos tener presente que hoy en día los
referentes de todo estudiante siguen siendo la prueba de selectividad y la nota
media que le permitirá acceder a una facultad u otra. El peso de la nota, las experiencias
acumuladas durante muchos años. y un uso tan fácil y socialmente bien aceptado,
hace que sea extraordinariamente complicado y difícil introducir cambios que
aparentemente son muy lógicos desde la perspectiva actual del conocimiento de
los procesos de aprendizaje y enseñanza.
Para poder resolver esta verdadera esquizofrenia entre un pensamiento
centrado en la formación integral de la persona y los hábitos y las costumbres
de un modelo selectivo y propedéutico, creemos que es conveniente diferenciar
claramente, en primer lugar, entre el proceso sancionador al final de la escolarización
obligatoria (en nuestro caso a los dieciséis años) y todas las informaciones
que se ofrecen a lo largo de la escolarización.
Es lógico que al final de la etapa escolar obligatoria la sociedad
exija una información comprensible y homologable de las capacidades adquiridas
por cada alumno; un informe que exprese con el máximo rigor posible las
competencias adquiridas. Y es evidente
que, dadas las características diferenciales de cada alumno, los resultados
obtenidos no serán los mismo para cada uno de ellos. El sistema educativo tiene la obligación de
informar de los resultados obtenidos, y la sociedad será la que establezca las
necesidades o los requisitos previos para cada una de las salidas o alternativas
profesionales. Pero esto no implica que
desde pequeños el filtro tenga que ser esta selección profesional. No podemos prejuzgar o valorar negativamente
desde el principio. Debemos tener en
cuenta que si estamos pensando en “todos” los chicos y chicas, en todos los
ciudadanos y ciudadanas, no existe ningún sistema que pueda garantizar el
“mejor puesto” para todos. Por suerte,
no todos podemos o queremos ser banqueros, ingenieros de telecomunicaciones,
economistas ocualquier otro profesional considerado de prestigio en un momento
determinado. La función de la escuela y
la verdadera responsabilidad profesional pasan por conseguir que nuestros
alumnos logren el mayor grado de
competencia en todas sus capacidades, invirtiendo todos los esfuerzos en superar los déficits que muchos de ellos
arrastran por motivos sociales, culturales y personales. Una vez alcanzado este objetivo, es evidente
que la sociedad hará las selecciones correspondientes. Lo que no podemos hacer a lo largo de toda la
enseñanza obligatoria (en muchos casos desde los tres años hasta los dieciséis,
es decir, durante trece años de la vida del niño) es medir o etiquetar al
alumno según su capacidad de ser un “triunfador”. Todos sabemos que hoy en día todavía existen
centros, además considerados prestigiosos, que realizan esta selección a los
seis años, ya que no aceptan alumnos que aún (!) no sepan leer ni escribir o
que presenten algún tipo de “déficit escolar”.
Esta necesidad de diferenciar la función selectiva del proceso seguido
por el alumno, y por tanto de informarlo fundamentalmente sobre su proceso
personal, no obedece a razones de “caridad” sino de eficiencia. Todos aprendemos más y mejor cuando nos
sentimos estimulados, cuando tenemos un buen autoconcepto, cuando nos
planteamos retos desafiantes, pero accesibles a nuestras posibilidades, cuando
todavía no hemos renunciado a seguir aprendiendo. Al final de la escolarización, sin duda,
tendremos que hablar de resultados, de competencias, de objetivos alcanzados,
pero a lo largo de la enseñanza nuestra obligación profesional consiste en
incentivar, animar y potenciar la autoestima, estimular a aprender cada día
más. Y esto no significa que debamos
esconder lo que es capaz de hacer cada uno, ya que uno de los objetivos de la
enseñanza es que cada chico y chica consiga conocer profundamente sus
posibilidades y sus limitaciones. Lo que
no puede ser es que los resultados se utilicen como único referente y bajo unos
parámetros selectivos. Tenemos que
valorar los procesos que sigue cada alumno a fin de obtener el máximo rendimiento
de sus posibilidades. Así pues, a lo
largo de la escolarización te proporcionaremos las informaciones que, sin negar
su situación respecto a unos objetivos generales, le ayuden a progresar.
·
A lo largo de las diferentes etapas de la enseñanza
obligatoria tenemos que diferenciar entre
el proceso que sigue cada alumno y los resultados
o competencias que va adquiriendo.
Uno de los problemas que planteábamos al principio de este apartado era
la dificultad de expresar con una única nota o indicación el conocimiento que
tenemos respecto al aprendizaje del alumno, generalmente en una
asignatura. La información de que
disponemos no sólo hace referencia a los conocimientos que ha adquirido, sino
también a la dedicación que ha puesto y al progreso que ha realizado. Es evidente que difícilmente podremos
concretar en una sola indicación, ya sea una nota o una calificación, la
complejidad de la información. Por ello
es imprescindible elaborar unos registros completos que ayuden a entender lo
que le está sucediendo a cada chico y chica, que incluyan los apartados
suficientes con todos los datos que permitan conocer en profundidad la
complejidad de los procesos que cada alumno realiza. Esquemáticamente, deberíamos poder diferenciar
entre lo que se espera de cada alumno, el proceso seguido, las dificultades que
ha encontrado, su implicación en el aprendizaje, los resultados obtenidos y las
medidas que hay que tomar.
·
En segundo lugar, hay que diferenciar entre lo que
representan los resultados obtenidos de
acuerdo con los objetivos previstos para cada chico y chica según sus posibilidades y lo que dichos resultados
representan en relación con los objetivos
generales para todo el grupo. El conocimiento que tenemos sobre
cómo se aprende nos obliga a contemplar el aprendizaje como un proceso de
crecimiento individual, singular, en el que cada alumno avanza con un ritmo y
un estilo diferentes. Si entendemos la
enseñanza como un acto de propuesta de retos y ayudas personalizadas,
difícilmente se puede entender una información que no contemple este proceso
personal ni relacione el proceso que sigue cada alumno según los objetivos que
hemos considerado que se deben alcanzar Además, tampoco podemos dejar de
relacionar estos aprendizajes personales con aquellos objetivos
correspondientes al grupo-clase según lo que determina el proyecto del centro.
·
En tercer lugar, en el análisis y la valoración de
los aprendizajes es indispensable diferenciar
los contenidos que son de naturaleza diferente y no situarlos en un mismo
indicador. No podemos resolver la
valoración de un alumno en un área determinada con un único dato que haga
referencia a los aprendizajes de contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales
a la vez. Ninguna afirmación sobre un
área o una materia tendrá valor explicativo si lo que indica no es lo
suficientemente comprensible para tomar las medidas educativas pertinentes. Por ejemplo, en el supuesto de considerar
aprovechable la nota cuantificada, si la información acerca de un alumno nos
dice que ha obtenido un 7 en un tema determinado de matemáticas, ¿qué
interpretación podemos hacer de dicha nota? ¿Ha obtenido un 7 en los contenidos
conceptuales del tema, un 7 en los procedimentales y un 7 en los actitudinales?
¿O acaso este 7 es la media proporcional?
Y si se trata de la medida proporcional, ¿qué nota te pondremos al
alumno que ha obtenido un 10 en los contenidos conceptuales, un 8 en los
procedimentales y un 3 en los actitudinales? ¿También te pondremos un 7? ¿Qué
nos indicarán estos 7 sucesivos? Si
nuestra intención es conocer realmente para adoptar las medidas educativas que
cada alumno requiere, esta información difícilmente será útil si no especifica
los resultados o la situación concreta para cada tipo de contenido.
·
En cuarto lugar, tenemos que diferenciar entre las
demandas de la administración y las necesidades de evaluación que tenemos en el
centro desde nuestra responsabilidad
profesional. Las administraciones
suelen ser entidades complejas y con tendencias burocratizadoras. Los criterios y las formas que exigen los
procesos evaluadores deben ser, por lo que estamos viendo, eminentemente
cualitativos. En cambio, las
administraciones tienden a simplificar con argumentos a menudo paternalistas:
los enseñantes que tenemos no sabrán hacerlo, luego simplifiquemos. Además, la cuantificación o la respuesta en
pocos puntos siempre es más fácil de controlar y, por lo tanto, exige una menor
inversión en recursos que permitan desarrollar procesos cualitativos. Hay que añadir también la exigencia de
seleccionar que, nos guste o no, la administración tendrá que hacer en un
momento u otro, y que hace que la filosofía de la promoción hacia niveles
superiores acabe impregnando las decisiones administrativas. Un buen reflejo de esta situación es la
contradicción entre las propuestas curriculares de la mayoria de las
comunidades autónomas, por un lado, con manifestaciones explícitas en pro de la
formación integral, la concepción constructivista de la enseñanza y el
aprendizaje y, por consiguiente, la necesidad de atender a la diversidad, y,
por otro lado, unos modelos de informes que siguen teniendo como referencia
concepciones tradicionales de informaciones por áreas o materias, con
indicadores globales, donde son prioritarios los resultados obtenidos en lugar
del proceso seguido. Resulta paradójico
que en un modelo que parte de la atención a la diversidad, en Primaria se
propongan como indicadores de resultados el NM (necesita mejorar) y el PA
(progresa adecuadamente). ¿Qué significa un NM en un modelo que propone la
atención a la diversidad? ¿Qué es una chica que, a pesar de saber mucho, puesto
que no dedica mucho esfuerzo necesita mejorar más? ¿Y un PA? ¿Quiere decir que
se trata de un chico que no sabe demasiado pero que está progresando mucho
según sus posibilidades? Es evidente que
éstas no son las interpretaciones que se pretenden. En el fondo, un NM es un eufemismo del
suspenso o insuficiente y un PA del aprobado o suficiente. Y si nos fijamos en la etapa Secundaria
Obligatoria, veremos que la propuesta es la convencional, así que lo que se
pretende es que con un único indicador por área se haga una valoración que no
contempla la tan mencionada atención a la diversidad.
Como hemos podido constatar, la respuesta a la pregunta sobre qué hay
que informar está claramente condicionada por la función social que atribuimos
a la enseñanza y a la concepción que tenemos del aprendizaje. Estas concepciones son las que también
determinan el papel que deben tener los informes según los destinatarios de la
evaluación.
Informes
según los destinatarios
La costumbre nos hace considerar como algo normal que un mismo informe
sirva para cualquiera de los posibles interesados en la información que se
desprende de la evaluación. Los
boletines de notas han sido el instrumento único de transmisión de la información,
independientemente de los receptores.
Los posibles interesados en conocer la evaluación de un alumno son: los
profesores, el propio alumno, sus familiares, el centro y la administración. Si nos dejamos llevar por las costumbres
adquiridas, seguramente no nos plantearemos la pregunta capital al reflexionar
sobre cuál es el tipo de informe que necesita cada uno de estos posibles
receptores, y propondremos el mismo para todos. ¿Qué debe o debería hacer cada
receptor con esta información? ¿Cuál es la función que debe tener según el
destinatario? La respuesta a estas
preguntas no sólo nos indicará qué tipo de informe se requiere, sino también
qué contenidos debe tener.
Al igual que cualquier otra variable metodológica, las características
de la evaluación dependen de las finalidades que atribuimos a la
enseñanza. La pregunta que estamos
planteando ahora lógicarmnte dependerá de estos objetivos. La opción escuela
selectiva y propedéutica da como resultado una evaluación sancionadora y un
instrumento informativo único -el boletín de notas-, centrado en los resultados
obtenidos por áreas o materias. La
respuesta a esta pregunta será substancialmente diferente cuando la opción sea
la de una escuela que presta atención a la diversidad y que persigue la formación
integral de la persona. El análisis
breve que proponemos para cada destinatario parte de esta opción.
·
Los
profesores y profesoras tenemos que disponer de todos los datos que nos
permitan conocer en todo momento qué actividades precisa cada alumno para su
formación. Los datos harán referencia al
proceso seguido por el alumno: al principio, en su curso y al finalizarlo,
y han de permitir determinar qué necesidades tiene y, por consiguiente, qué
medidas educativas tenemos que facilitarle.
Esta información necesaria no sólo hace referencia a su aprendizaje,
sino también a las medidas que se han ido adoptando a lo largo de todo el
proceso. Así pues, hay que contar con un
buen registro de las incidencias de cada alumno en relación con el proceso
seguido, los resultados obtenidos y las medidas utilizadas. Por lo tanto, este registro debe contemplar
la información de que disponemos respecto al recorrido, el grado de consecución
de los objetivos previstos y el grado de aprendizaje adquirido para cada contenido. Es decir, necesitamos conocer, además de cómo
lo ha conseguido, la descripción de lo que sabe, sabe hacer y cómo es, para
poder efectuar una valoración respecto a sí mismo y otra respecto a lo que
hemos considerado como finalidades generales del ciclo o del curso. En definitiva, una información que permita
situar el alumno en relación con sus posibilidades reales y con lo que
podríamos considerar la media de ese curso.
·
El
alumno necesita incentivos y estímulos. Es necesario que conozca su situación, en
primer lugar, con relación a sí mismo y, en segundo lugar, con relación a los
demás. Sin incentivos, estímulos y
ánimos difícilmente podrá afrontar el trabajo que se le propone. Hemos visto y sabemos que sin una actitud
favorable respecto al aprendizaje no se avanza, y esta actitud depende
estrechamente de la autoestima y el autoconcepto de cada alumno. Es imprescindible ofrecerle la información
que le ayude a superar los retos escolares.
Por lo lento, tiene que ser una verdadera ayuda, no únicamente una
constatación de carencias que seguramente el propio alumno ya conoce bastante
bien. Tiene que recibir información que
le anime a seguir trabajando o a trabajar.
El recurso a la provocación mediante la comparación sólo es útil cuando
los retos están a su alcance, además de ser una solución parcial que origina
otror problemas. El informe tiene que
plantear unos retos que el alumno sepa que le son accesibles, que no estén muy
lejos de sus posibilidades y, sobre todo, que para superarlos pueda contar con
la ayuda del profesorado. Tiene que
saber cuál es el proceso seguido a fin de comprender las causas de los avances
y los tropiezos. Y esta es la función
prioritaria de la información que tiene que recibir el alumno a lo largo de su
escolarización. Ahora bien, con esto no
hay suficiente, es necesario que conozca periódicamente cuál es su situación
respecto a unos objetivos generales de grupo, no con una finalidad
clasificatoria, sino con la intención de conocer sus verdaderas fuerzas. La valoración debe efectuarse con relación a
sí mismo. Hay que tener presente que
informar al chico o chica sobre sus aprendizajes es una de las actividades de
enseñanza/aprendizaje con más incidencia formativa. Es decir, tenemos que tratarla como una
actividad de aprendizaje y no como una acción independiente de la manera de
enseñar.
·
La información que reciben los familiares del alumno también tiene una incidencia educativa y,
por consiguiente, deberá tener un tratamiento que la contemple como tal. Según el uso que hagan los padres de dicha
información podrán estimular al chico o chica o, por el contrario, convertirse
en un impedimento para su progreso. La
información que tienen que recibir, al igual que la del alumno, tiene que
centrarse fundamentalmente en el proceso que sigue y los avances que matiza,
así como en las medidas que se pueden adoptar desde la familia para fomentar el
trabajo que se hace en la escuela. El
referente básico debe ser el proceso
personal, el que tiene lugar en relación con sus posibilidades, a fin de
que la valoración se centre en lo que puede hacer. Esto implica romper con cierto tipo de
información que, por el hecho de fijarse únicamente en los resultados
obtenidos, hace que a veces se felicite a quien ha trabajado por debajo de sus
posibilidades, animándole a seguir actuando de la misma forma y, en cambio, se
castigue a aquél que se ha esforzado mucho, potenciando así la
desmotivación. La costumbre ha hecho que
la primen demanda de los familiares sea comparativa, exigiendo una valoración
similar a la que ellos tuvieron como alumnos.
Es lógico que sea así, es lo que siempre han visto y teóricarmnte les ha
sido útil. Es coherente desde la lógica
selectiva. ¿Ha suspendido o no ha suspendido? ¿Es de los primeros o de los
últimos? Estas son las preguntas
habituales. Obviamente, no se puede
esconder el conocimiento que tenemos del alumno en estas cuestiones. Tenemos que hacer comprender a los familiares
que fijamos únicamente en esta variable no ayudará a su hijo o hija, que lo que
les debe preocupar es cómo facilitarle los medios que posibiliten su
crecimiento, y esto sólo será posible si su punto de atención son los progresos
que está haciendo en relación con sus posibilidades. Uno de los mejores medios de comunicación es
la entrevista personal, ya que permite adecuar la información a las
características de los familiares y priorizar convenientemente los diferentes
datos transmitidos. Por otro lado, el
informe escrito, aunque ha de ser comprensible, no puede ser una simplificación
o banalización de la riqueza de matices y contenidos que comprende todo el
proceso de enseñanza/aprendizaje.
·
El
centro, el equipo docente, a fin de garantizar la
continuidad y la coherencia en el recorrido de cada alumno, tiene que disponer
de todos los datos necesarios para este objetivo. Esta información deberá contemplar todo
cuanto puede ayudar a los profesores de cada curso y de cada área a tomar las
medidas adecuadas a las características personales de cada uno de sus
alumnos. Deberán ser datos referentes al
proceso seguido, a los resultados obtenidos, a las medidas específicas utilizadas y a
cualquier incidente significativo. En
cierto modo, tienen que ser una síntesis de los diferentes registros de cada
uno de los profesores y profesoras que ha tenido el alumno en la escuela.
·
Finalmente, la
administración. Es evidente que la
única respuesta posible en este caso es que le informaremos sobre lo que nos
pida. Ahora bien, bajo una perspectiva
de atención a la diversidad y de enseñanza
comprensiva, ¿qué tipo de información nos debería pedir? Por coherencia con esta opción -y a
diferencia de la que se propone actualmente-, la información exigida nunca debería ser simple. La administración educativa está
gestionada por educadores; por lo tanto, seria lógico que la información fuera
lo más profesional posible, con criterios que permitieran la interpretación del
camino seguido por los chicos y chicas según modelos tan complejos como
compleja es la tarea educativa. Es
incoherente hablar de atención a la diversidad, globalización, transversalidad,
objetivos generales de etapa en forma de capacidades, contenidos conceptuales,
procedimentales y actitudinales, etc., si toda esta riqueza tiene que quedar
diluida, escondida en una nota del tipo que sea, por área o materia. Se defienden unos modelos pero el carácter
selectivo aparece de manera recurrente, aunque aparentemente no se quiera. Lo más triste de todo es que los modelos de
la administración acaban por convertirse en el referente de la mayoría. Para los demás, estos modelos son un motivo
más de desencanto cuando se dan cuenta de que todo puede quedar en palabras
grandilocuentes, cuando ven que por culpa de unas propuestas simplistas todo
queda en buenas intenciones, porque al final los criterios de evaluación o lo
que tiene que constar en los informes de evaluación condicionará todo cuanto se
hace en el centro, los contenidos de aprendizaje y la manera de enseñar.
Hemos, hecho un repaso de los diferentes receptores posibles del
conocimiento que tenemos del rendimiento escolar y de cómo lo adquirimos. Pero nos hemos olvidado de alguien que hasta
ahora ha sido un receptor habitual. Nos
referimos a los compañeros del mismo
grupo-clase e incluso de las otras clases.
Sin duda, el peso de la historia y las rutinas adquiridas en la tarea
docente sancionan como “normales” determinadas formas de actuar que, con una
mirada nueva y objetiva, nos parecerían fuera de lugar y difícilmente
justificables. Esto sucede en el caso de
los procedimientos, a través de los cuales queda públicamente difundido el
resultado de las evaluaciones de los chicos y chicas. Tal vez sea un tributo que hay que pagar por
la larga permanencia de un sistema educativo esencialmente selectivo y
propedéutico, que tiene como finalidad última seleccionar a los “mejores”
alumnos para llevarlos a la universidad (lo cual comporta de forma paralela la
indentificación de los alumnos menos capacitados y su desviación hacia otras
opciones). Ahora bien, en ningún caso
parece legítima la práctica de hacer públicos los nombres de aquéllos que están
académicamente bien situados y de los que están en el furgón de cola.
Optar por un modelo de educación integral, que tiene como principal
objetivo ayudar a crecer a todos los alumnos y formarlos en las diversas
capacidades, sin dejar de atender a los que tienen menos posibilidades, obliga
a modificar muchas de las costumbres y de las rutinas que hemos heredado de una
enseñanza de índole selectiva. En el ámbito
de la evaluación y de la comunicación de los resultados, no debemos perder de
vista que el profesorado accede, gracias a su conocimiento profesional, a
aspectos de la personalidad de los alumnos que tenemos que considerar
estrictamente íntimos; este conocimiento tiene que ser únicamente utilizado
para contribuir al progreso tanto del alumno como del profesor al profesorado,
para que pueda adaptar la enseñanza a las necesidades del alumno y valore su
esfuerzo; al del alumno, para que tome conciencia de su situación y analice sus
progresos, sus retrocesos y su implicación personal.
Por todo ello, la información y el conocimiento tienen que permanecer
en la privacidad del alumno y de su
profesor en virtud del contrato que los vincula a lo largo de un curso
escolar. No es justo ni útil que se proclamen
a los cuatro vientos de manera indiscriminada.
Y no es útil porque tenemos que dudar del hipotético efecto estimulante
de una actuación que, por el contrario, tiene muchas posibilidades de resultar
perjudicial para los chicos y chicas cuando tiene connotaciones negativas.
Así pues, conviene entender que todo el proceso de
enseñanza/aprendizaje tiene alguna cosa, por no decir mucho, de relación
personal. Y todas las relaciones tienen
una dimensión pública, una dimensión privada y una dimensión íntima. Tenemos que analizar si los sistemas
tradicionales de comunicar los resultados de las evaluaciones, así como la
divulgación inadecuada, se sitúan en la dimensión que éticamente les
corresponde. Ampararse en el
pseudoargumento que afirma que se ha hecho así toda la vida no hace sino
constatar que se ha actuado básicamente por inercia.
Conclusiones
A pesar de que se ha dicho muchas veces, conviene no perder de vista
que, dado que la evaluación es un elemento clave de todo el proceso de enseñar
y aprender, su función se encuentra estrechamente lígada a la función que se
atribuye a todo el proceso. En este
sentido, sus posibilidades y potencialidades se vinculan a la forma que adoptan
las propias situaciones didácticas.
Cuando son homogenizadoras, cerradas, rutinarias, la evaluación -en la
función formativa y reguladora que le hemos atribuido- tiene poco margen para
convertirse en un hecho habitual y cotidiano.
Contrariamente, las propuestas abiertas, que favorecen la participación
de los alumnos y la posibilidad de observar por parte de los profesores,
ofrecen una oportunidad a una evaluación que ayude a regular todo el proceso y,
por tanto, a asegurar su idoneidad.
También son estas situaciones las que dan más margen a la
autoevaluación.
Ahora bien, hay que recordar que evaluar, y evaluar de una manera
determinada -diversificada tanto en relación con los objetos como con los
sujetos de la evaluación, y con el objetivo de tomar decisiones de diferente
índole-, no es únicamente una cuestión de oportunidad.
A la presencia de unas opciones claras de tipo general sobre la función de la enseñanza y la manera de
entender los procesos de enseñanza/aprendizaje, que le dan un sentido u otro a
la evaluación, se le añade la necesidad de unos objetivos o finalidades
específicos que actúan como referente concreto de la actividad evaluadora, que
la haga menos arbitraria, más justa y útil.
Al mismo tiempo, exige una actitud observadora e indagadora por parte
del profesorado, que le impulse a analizar lo que pasa y a tomar decisiones
para reorientar la situación cuando sea necesario. Esta actitud se aprende, y también se tiene
que aprender a confiar en las propias posibilidades para llevar a cabo este
trabajo, a confiar en la gran cantidad de datos, a veces asistemáticos e
informales, que obtenemos a lo largo del trabajo diario, y que no tienen porqué
ser poco útiles aunque sean de carácter poco “técnico”.
También debemos aprender a confiar en las posibilidades de los alumnos
para autoevaluar su proceso. El mejor
camino para hacerlo es ayudarles a conseguir los criterios que les permitan
autoevaluarse, acordando y estableciendo el papel que tiene esta actividad en
el aprendizaje y en las decisiones de evaluación que se toman. La autoevaluación no puede ser una anécdota
ni un engaño; también es un proceso de aprendizaje de valoración del propio
esfuerzo y, por lo tanto, es algo que conviene planificar y tomarse en serio.
Por último, debemos tener presente que, en el aula y en la escuela,
evaluamos mucho más de lo que pensamos, e incluso más de lo que somos
conscientes. Una mirada, un gesto, una
expresión de aliento o de confianza, un rechazo, un no tener en cuenta lo que
se ha hecho, una manifestación de afecto... todo esto también funciona, para un
chico o chica, como un indicador de evaluación.
Es imposible que estos detalles no se nos escapen, pero debemos intentar
ser discretos y ponderados en nuestros juicios.
Efectivamente, el tema de la evaluación es complejo porque nos
proporciona información y muchas veces cuestiona todo el proceso de
enseñanza/aprendizaje. Por todo ello,
tenemos que cuidarlo tanto como sea posible.
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gracias por el texto
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